Pocas artistas tienen la resolución de serlo tan sentida y asumida como Dolores Balsalobre, nacida en Jumilla, pero más vivida en Alicante donde trabaja en su taller desde finales de los setenta con una vocación íntimamente puesta y dispuesta al acto de pintar hasta la extenuación, y de profundizar en lo que desde un principio fue el aproximarse a la decodificación geométrica del último Cezzane o de los incipientes Picasso, Braque o Malevich, pero después, y en lugar de seguir tras el denominador común cubista o suprematista hacia la no-figuración, se decantó por lo personal en una senda tan solitaria como poética, y por tanto narrativa, con el mar de Valéry: La mer, la mer, toujours recomencé, como inagotable fondo sobre el que plasmar la linealidad entre futurista y minimalista de unos veleros que surcan cuadros como mares y mares como cuadros. La quilla es el pincel, la espátula son las olas, pero en definitiva todo es naturaleza y artificio o, si se prefiere: Arte. 

Pude que hagan ya unos veinticinco años desde que realicé la primera crítica de esta mujer capaz de romperse los ojos tomando apuntes de un piélago infinitamente más complejo y difícil que la montaña de Santa Victoria, o de pringarse la ropa de faena con cuadros de gran formato, incluso murales y decorados teatrales, para darle suficiente pleno-aire, viento-gestual y fuerza-lírica a la dimensión del hombre frente a la naturaleza, a las nostalgias épicas y a su propio desafío personal como artista que va paralelo a metáfora y metonimia en el hecho artístico. No ha cambiado mucho desde entonces, quizás tenga un mejor oficio, una experiencia enorme de equívocos y hallazgos, y especialmente un dominio de sí misma, pero sigue siendo la muchacha de ojos marinos y nervios homéricos capaces de controlar su propia tempestad silente. Por eso sus personajes humanos son puntos, mientras barcos, paisajes y lontananzas resultan verdaderas estructuras del universo que los mal llamados Impresionistas definieron como la realidad del color y la luz.

Hace tiempo Dolores Balsalobre escribía que: “no haces lo que quieres, haces lo que el cuadro quiere que hagas”, pero el cuadro, como las pasiones de la Bobary-Flaubert, eres tú, sobre todo cuando la línea seguida durante este cuarto de siglo parece tan clara y sin vacilaciones; cuando azules, amarillos y ocres son especulaciones sobre ese blanco que al principio de la superficie virgen, y al final de las secuencias del pensamiento en el espectador, los suma a todos; cuando has convertido una intuición primigenia en un estilo tan personal reconocible y reconocido por críticos de este país, de la vieja Europa y hasta de los Estados Unidos, donde también ha expuesto, demostrando como aquellas adolescencias de autodidacta cimentadas en “el silencio, la astucia y el destierro”, han podido forjar a una artista, a la que vi madera, pero, justo es reconocerlo, di pocas esperanzas porque no me acababa de creer a otra señora, impresionista en ciernes para matar sus ratos libres. Y no soy más sabio rectificando hoy, únicamente más sincero, pues resultaba difícil creer como de aquellos oleos y acuarelas un tanto cursis y paisajistas muy deudores de los Perezgil, Baezas y Varelas, amén de puntillismos y demás post-impresionismos de manual, han derivado -y también- en abstracciones divisionistas, como su Triombe; o, mejor aún, en sus especulaciones sobre el círculo desde una actitud muy contemporánea quizás heredada del joven I. Klein, y entre las que me gustaría destacar la inacabada serie “Contexto” o, y por concluir apresuradamente, todo ello compartido con su persistencia en regatas, engañosa y aparéntenme monocromas, que siguen siendo definitivas y definitorias de una pintora que ya navega a perpetuidad.  

Pedro L. Nuño de la Rosa
Catálogo exp. Cortes Valencianas, abril mayo 2007 Valencia.